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“Historia de dos amantes”, la novela erótica impensablemente escrita por el Papa Pío II

Historia de dos amantes, fue probablemente la novela erótica más exitosa y reconocida del medioevo, escrita por Eneas Silvio Piccolomini, quien luego sería el Papa Pío II, con el envidiable número de treinta y cinco ediciones antes del año 1500 y millones de copias reproducidas desde entonces.

Miembro de una familia aristocrática empobrecida , Piccolomini participó en la vida bohemia de la ciudad y se dedicó a la poesía y al estudio de los autores clásicos. Pío II no abrazó la religión hasta cumplidos los 40 años, tuvo numerosas aventuras amorosas, propias de la liberalidad de su tiempo, edad y condición: “He conocido y amado a muchas mujeres …, pero en cuanto las conseguía me causaban gran fastidio. Tampoco si tuviera que casarme, me juntaría con una mujer cuyo trato no conociera”. Tuvo al menos dos hijos naturales.

En 1432 asistió al concilio de Basilea y pasó después al servicio de otros prelados, realizando misiones y encargos delicados y hasta peligrosos, como, por ejemplo, la participación en una tentativa, después descubierta, de raptar al papa Eugenio IV en Florencia. El papa Nicolás V, que había sido su compañero de estudios décadas atrás, le nombró obispo de Trieste en 1447 y de Siena dos años después. Luego, en 1456, Calixto III lo ascendió al cardenalato en lo que fue una carrera realmente meteórica.

Probablemente ninguno imaginaba que poco más tarde, en 1458, Eneas sería elegido nuevo pontífice.

Piccolomini presentando a Leonor de Portugal al emperador Federico III Pinturicchio)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons.

Las opiniones con respecto a la vida de Pío II han sido muy divergentes, aunque siempre le fueron reconocidos los dones como humanista y diversos talentos que poseía y su cultura superior. Durante el período inicial de su vida, su conducta y escritos fueron frívolos e inmorales para su época. Sus ideas y forma de vida fueron más serias después de su ordenación. Aun así, como Papa no estuvo suficientemente libre de nepotismo, aunque sirvió bien a los intereses de la Iglesia. No sólo se preocupó constantemente por la paz de los cristianos contra el islamismo, sino que también instituyó una comisión para reformar el tribunal romano, emprendió un esfuerzo formal para restaurar la disciplina monástica, y defendió la doctrina de la Iglesia. Eneas Silvio dejó varias obras en latín: varias crónicas históricas, una autobiografía, en el mismo estilo que las anteriores, y una abundante correspondencia.

Los invitamos a conocer a este Papa, no deja de ser muy curiosa e interesante su vida y obra, en especial, este fragmento que les dejamos aquí y de la cual en su momento, Eneas Silvio, siendo Papa, se avergonzó, llegando a escribir en una carta: “Y no deis más importancia al laico que al pontífice: rechazad a Eneas, acoged a Pío.”

Página del libro/Foto: dominio público en Wikimedia Commons

El primer encuentro íntimo
“…Así pues, avanza y, una vez dentro de casa de Lucrecia, carga con el grano; tras dejar el trigo en el granero, sale el último de todos los que habían bajado, sube hasta mitad de las escaleras y, como le habían instruido, abre de un empujón la puerta de la habitación de matrimonio que se encontraba cerrada. Así entra dentro y, tras cerrar la puerta, ve a Lucrecia sola, tendida sobre la colcha de seda y se acerca a ella.

“¡Hola, alma mía!” —le dice— “¡Hola, única defensa de mi vida, esperanza mía! Ahora te he encontrado a solas. Ahora que nadie nos observa, haré lo que siempre quise: abrazarte. Ahora ninguna pared, ninguna distancia se opone a mis besos.”

Lucrecia, aunque había trazado ella misma el plan, al principio se quedó estupefacta ante su entrada y no veía a Eurialo sino que pensaba que veía a un espíritu, como si no pudiera convencerse a sí misma de que un hombre tan ilustre pasaría tan grandes peligros. Pero cuando reconoció a su Eurialo entre sus abrazos y besos, le dijo primero sin alterarse:

“¿Es que estás tú aquí, pobre?¿Es que has venido tú aquí, Eurialo?

Y entonces el rubor cubrió sus mejillas, lo abrazó muy fuerte y le besó apasionadamente su frente; entonces, recuperó el habla:

“¡Ay! ¡A qué enorme peligro te has sometido! ¿Qué más podría decir? Ahora ya sé lo muchísimo que me quieres: he puesto a prueba tu amor, pero tú no me encontrarás diferente. ¡Ojalá los dioses favorezcan nuestros destinos y den un final feliz a nuestro amor! Mientras mi espíritu dirija este cuerpo, nadie más que tú tendrá poder alguno sobre Lucrecia, ni siquiera mi marido, si es que es correcto llamar marido a quien le fui entregada en contra de mi voluntad y con quien mi alma no siente ninguna afinidad. Pero ven, deseo mío, cariño mío, deja este saco y muéstrate ante mí como eres. Deja ese disfraz de bracero, haz que desaparezcan esas correas y concédeme ver a Eurialo.”

Inmediatamente, Eurialo se quitó de encima las sucias vestimentas y relucía de púrpura y oro. Y ya se lanzaba a cumplir con los deberes del amor cuando Sosias empezó a golpear la puerta:
“Tened cuidado, amantes” —dijo— “Menelao, buscando no sé qué, está volviendo hacia aquí deprisa. Ocultad vuestros crímenes y engañadlo con alguna argucia. No hay forma de escapar de ahí.”

Entonces Lucrecia: “Hay un pequeño escondrijo bajo el suelo donde se guardan los objetos preciosos. ¿Recuerdas qué te había dicho, que si conseguías estar conmigo mi marido volvería? Métete ahí dentro, que estarás seguro en esas tinieblas: no te muevas ni hagas ningún ruido.”

Edición miniada/Foto:dominio público en Wikimedia Commons.

Sin saber qué hacer, Eurialo aceptó las órdenes de la mujer. Aquella entonces abrió la puerta y volvió a la cama. Entonces llegan Menelao junto con Berto, buscando unos escritos oficiales; como no los encontraron en ninguna caja, dijo Menelao:

“Quizá se encuentren en nuestro escondrijo. Ve, Lucrecia, y tráeme una luz: tengo que buscar ahí dentro.”

Al escuchar estas palabras, la sangre abandonó el cuerpo de Eurialo; empezó a odiar a Lucrecia y a decirse a sí mismo:

“¡Ay, qué destino el mío! ¿Quién me obligó a venir aquí, más que mi estupidez? Ahora me han cogido, perderé toda mi reputación y la amistad del Emperador. ¿Qué gracia? ¡Ojalá salga con vida! ¿Quién me sacará vivo de aquí? Seguro que voy a morir. ¡Ay, cabeza hueca, el más estúpido de todos los estúpidos! He caído adrede en este pozo negro. ¿De qué me sirven los gozos del amor, si tal es el precio que hay que pagar? Ese es un breve placer y un larguísimo dolor. ¡Ay, si sufriéramos tanto por alcanzar el reino de los cielos! Es sorprendente la estupidez de los hombres: no queremos soportar unos breves sufrimientos por el más largo de los gozos. Por causa del amor, cuya felicidad se puede comparar con el humo, nos arrojamos a una angustia sin fin.

¡Mírame a mí! Ya sé que voy a ser un ejemplo para todos, mi nombre irá de boca en boca y no sé cuál será mi final. Si alguno de los dioses me saca de aquí, nunca más me volverá a cazar el amor. ¡Dios mío, sácame de aquí, perdona mi juventud! ¡No me juzgues por mi ignorancia! ¡Sálvame, para que me pueda arrepentir de estos crímenes!

Lucrecia no me quería, sino que me quiso cazar como un ciervo en una red. Mira, ya llega mi día, nadie me puede ayudar menos tú, Dios mío. Ya había oído hablar muchas veces de los engaños de las mujeres, pero todavía no he aprendido a rechazarlos: si me escapo de esta, ninguna mujer me volverá a engañar jamás con sus argucias.”

Pero no eran menores las preocupaciones que asaltaban a Lucrecia, ya que temía tanto por sí misma como por la salvación de su amante. Sin embargo, como suele pasar ante los peligros imprevistos, el ingenio de las mujeres es más rápido que el de los hombres, y enseguida ideó una solución:

“¡Ven, marido mío! ¿Recuerdo que tú guardaste algunos documentos en aquel cestillo sobre el alféizar de la ventana? Veamos si están allí guardados.”

Fue corriendo hacia la cesta y, haciendo como que quería abrirla, la empujó disimuladamente hacia la calle, como si se hubiera caído por casualidad:

“Oh oh. Marido mío, ve, para que no nos pase nada malo. El cestillo se ha caído de la ventana, ve rápido, no sea que desaparezcan las joyas o los escritos. ¡Id, id los dos! ¿Qué estáis esperando? Yo desde aquí vigilaré para que no nos roben nada.”

¡Mira qué osadas son las mujeres! Ahora ve y cree en las mujeres: no hay nadie tan precavido que no pueda sufrir un engaño. El único hombre que puede decir que no ha sido engañado es aquel a quien su esposa no ha intentado engañar. Nuestra felicidad depende más del azar que de nuestro ingenio. Este suceso incitó a Menelao y a Berto a bajar corriendo a la calle. La casa, como es habitual en Italia, era muy alta y había que bajar muchos escalones. Con esto ganaron tiempo para cambiar de lugar a Eurialo, que se retiró a otro escondrijo siguiendo las orientaciones de Lucrecia.

Los otros hombres, tras recoger las joyas y los escritos, como no habían encontrado los documentos que necesitaban, volvieron al escondrijo donde antes se había ocultado Eurialo y, tras encontrar los documentos que querían, se despidieron de Lucrecia y se marcharon. Entonces ella cerró la puerta con el pestillo y dijo:

“¡Sal, mi querido Eurialo! ¡Sal, alma mía! ¡Ven, suma de mis gozos! ¡Acude, manantial de mis deleites, fuente de mi alegría, panal de miel! ¡Acércate, mi incomparable dulzor! Ya está todo seguro y tenemos un espacio seguro para nuestras palabras. La fortuna quiso oponerse a nuestros besos, pero los dioses vigilan nuestro amor y no han querido abandonar a dos amantes tan fieles. ¡Ven a mis brazos! No hay ningún otro peligro, lirio mío, ramo de rosas. ¿Por qué esperas? ¿Qué temes? Aquí estoy yo, tu Lucrecia. ¿Por qué tardas en venir a abrazar a tu Lucrecia?

Eurialo, que apenas se había repuesto del temor, se recuperó y abrazó a la mujer:

“Nunca” —dijo— “me había invadido un temor tan grande, pero tú eres un digno motivo para tales sufrimientos. Y esos besos y tan dulces abrazos no los debe recibir nadie gratis: ni siquiera yo merezco, para decir la verdad, tan gran bien. Si pudiera vivir tras la muerte y volver a disfrutar de ti, querría morir mil veces, si pudieran comprarse tus abrazos con este precio. ¡Oh, mi fortuna! ¡Oh, mi felicidad! ¿Veo un espejismo o es así? ¿Te tengo entre mis brazos y se burlan de mí los vacuos sueños? No, eres tú de verdad, aquí, y yo te tengo.”

Lucrecia iba vestida con un ligero manto que se adhería a su cuerpo sin ninguna arruga, que ni ocultaba su pecho ni sus nalgas. Como eran sus miembros, así se veían: la nívea blancura de su cuello, la luz de sus ojos comparable al brillo del Sol, la mirada feliz, el alegre rostro, la mejillas como lirios mezclados con purpúreas rosas, las dulces y mesuradas risas de su boca. Sus pechos henchían el vestido a ambos lados como unas granadas y producían el deseo de tocarlos. Ya no pudo entonces Eurialo reprimir más el deseo sino que, olvidándose de sus temores, dejó a un lado su modestia y se acercó a la mujer diciéndole: “Ahora vamos a consumir el fruto del amor.” y unió la acción a sus palabras. Ella se oponía, decía que se preocupaba por su honestidad y fama y no pedía de su amor más que palabras y besos. Pero Eurialo le sonrió y le respondió:

“Que yo haya venido, puede que se sepa o no: si se conoce, no habrá quien no sospeche que sucedió todo lo demás y es una tontería soportar la infamia sin motivo; si no se sabe, tampoco nadie conocerá esto. Este es el pago del amor: antes moriría que carecería de él.”

“¡Pero está mal!” dice Lucrecia.

“Lo que está mal es no aprovechar las buenas ocasiones cuando puedes. ¿Acaso yo dejaría escapar esta oportunidad que me ha sido concedida, tan buscada, tan deseada?” Y entonces tomó el vestido de Lucrecia y derrotó sin esfuerzo a una mujer que se resistía pero que no quería vencer.

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