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Familia y discriminación

colectivo

«Hay una gran diferencia entre tratar a los hombres con igualdad e intentar hacerlos iguales. Mientras lo primero es la condición de una sociedad libre, lo segundo implica, como lo describió Tocqueville, “una nueva forma de servidumbre”. Friedrich Hayek

En los últimos meses, en el entorno panameño, existe una gran discusión pública sobre la posibilidad de que la Corte Suprema acepte la demanda instaurada por individuos que solicitan se les reconozca el derecho al matrimonio, siendo ellos del mismo sexo.

Por un lado, se ha generado una corriente “pro derechos igualitarios” y por el otro, los que sostienen que el matrimonio es una institución que consagra sólo la unión entre un hombre y una mujer. En el medio, marchas de unos y otros apoyando cada uno su visión, con conceptos confusos sobre lo que es la discriminación, pero ambos casualmente, solicitan al mismo ente estatal que dirima una situación que en el primer caso está equivocado en plantear derechos igualitarios (luego explico por qué el mal uso de los términos) y del otro lado, piden el “status quo” ante una situación que claramente ha sido una institución religiosa y equivocadamente entregada al estado.

Entonces, entre toda esta mar de confusiones y equivocaciones de uno y otro lado, deberíamos comenzar a aclarar el derecho a discriminar en una sociedad libre y el derecho a la igualdad ante la ley, donde ambos son “self evident” y los poseen todos los individuos.

Vamos a comenzar por establecer que la discriminación en el ámbito privado es un derecho que todos poseemos; nuestra sociedad está basada en toda clase de discriminación que es precedida por el derecho de propiedad, así Hans-Hermann Hoppe sentencia: “toda propiedad privada presupone una discriminación, pues si tal o cual cosa me pertenece, ello quiere decir que a usted no le pertenece y que yo estoy facultado para excluirle a usted de ella”. Cada vez que optamos, preferimos, nos agrupamos, nos reunimos, excluímos, estamos ejerciendo nuestro derecho a discriminar y aunque nos resulte chocante o lo consideremos un acto repudiable en nuestros fueros internos, el acto de excluir de una persona a otra, por los motivos que fuesen, en el ámbito privado, sólo queda en su conciencia y exenta de la autoridad de los magistrados. O al menos debería ser así.

Lamentablemente con el correr del tiempo, esta esfera privada se ha ido convirtiendo, a través de fallos judiciales y leyes de afirmación positiva, en algo concerniente al ámbito público, obligando a personas y sociedades a comportarse privadamente en una u otra forma que dictamine una mayoría, pero que resulta al final, en una clara violación del derecho de la minoría, que llevada al extremo, puede ser un solo individuo que posee los mismos derechos que el otro 99 % restante y viola cualquier precepto de justicia colocarlo en al altar de sacrificio para contento de esa mayoría circunstancial. Haciendo un mal uso del concepto de igualdad, se han ido sacrificando los derechos de estas minorías (circunstanciales según el tiempo), por lo que la igualdad ante la ley, se ha convertido en igualdad “mediante” la ley. No debemos olvidar que los individuos no tienen derecho a violarles los derechos a otros. Pero sí tienen el derecho a hacer lo incorrecto (y por ello existe el castigo).

Pensemos ejemplos comunes: el Club Unión con sus propias reglas de admisión, ejerce su claro derecho a exclusión basado en el derecho de propiedad. Eso no es discriminar, aunque a muchos les parezca repudiable su sistema de admisión. La Asociación de esposas de banqueros, ¿admitirían a un gay que tenga como esposo a un banquero? Nuevamente, tienen todo el derecho a excluir y a admitir basados en sus propias reglas que les brinda la propiedad y por ende el derecho de reunión y asociación. ¿La sinagoga judía? ¿El Club de Jardinería? Y así podremos ir por muchísimos ejemplos que diariamente nos demuestran cómo las personas ejercen el derecho de reunión y asociación (y exclusión) sin violentar derechos de terceros, aunque sí es probable que en más de un caso los motivos y las conductas sean repudiables según el criterio del excluído o de la misma sociedad. La sociedad per se está inundada de estereotipos, que si bien funcionan como maximizadores de la información, también son formadores de prejuicios. Pero son justamente los que marcan en las personas los deseos de asociarse o excluir.

Esta facultad de poder asociarse con quien uno desea es vital para el desarrollo del tejido social, sirve tanto para instituciones comunales o de tipo social o incluso para el caso de elegir una pareja. Si el deseo de asociarse bajo los criterios que uno considere, es perturbado mediante una ley, entonces el derecho de asociación queda en letra muerta y por la misma razón que una persona o institución privada no puede ser forzada a aceptar a alguien con quien no quiere asociarse, imagínese el caso de una persona cuyas preferencias sexuales no coinciden con una mayoría circunstancial de la sociedad y por lo tanto es forzado a asociarse con quien no quiere bajo pena de ser expulsado o juzgado por esa mayoría. Asociación forzada no es asociación. Utilizar el aparato estatal como superador de esos prejuicios sólo ha producido ejemplos históricos de que la buena intención empedró más rápidamente el camino al infierno que los mismos prejuicios.

Por el contrario, el mercado tiende a reducir estas discriminaciones de modo natural, sin necesidad de intervencionismo estatal, como señalaba el premio Nobel Milton Friedman: “Muchas veces se piensa que la persona que discrimina contra otros por razones de raza, religión, color, etc. no incurre en costo alguno y simplemente ocasiona costos a otros. (…) El hombre que se niega a contratar a un negro o a trabajar junto a él, por ejemplo, limita sus posibilidades de elección. En general, tendrá que pagar más por lo que compra o recibir una remuneración inferior por su trabajo. O, expresándolo de otra forma, los que no damos importancia a las diferencias de religión o del color de la piel podemos comprar cosas más baratas”. La conclusión es obvia, el prejuicioso que discrimina “en un mercado libre, tenderá a ser desplazado”. Por lo tanto, el mecanismo correcto para desplazar la discriminación no es, como piensa el igualitarista, mediante la ley o la intervención gubernamental, sino, por las instituciones del mercado.

Entonces, cuando hablamos de discriminación, lo esencial, lo verdaderamente importante no es la discriminación en sí, sino el sujeto discriminante. Quien no puede discriminar, en virtud del principio de igualdad ante la ley, es el sector público.

A pesar de lo que preceptuaba Hannah Arendt, que “El gobierno no tiene derecho a interferir en los prejuicios y prácticas discriminatorias de la sociedad, pero tiene no sólo el derecho, sino también el deber, de asegurar que tales prácticas no son legalmente forzadas”, hay que admitir que la línea entre sector público/privado, a raíz de la corriente judicial de afirmación positiva ha ido desdibujando esta frontera, como en el caso de obligar a la admisión en ciertos lugares privados de personas que de otra forma no habrían sido admitidas; pensemos en discotecas, un emprendimiento privado, que no permitirían ciertas características físicas porque su negocio está en que la “gente linda” les llene el lugar y atraiga cierto público que según sus cálculos le es más rentable económicamente. Ese criterio no nos agrada, ¿verdad? Es repudiable, ¿verdad? No nos sentimos cómodos con ello, ¿verdad? Pero no deja de ser una verdad incómoda el fenómeno sociológico estudiado y comprobado por expertos en branding, mercadeo y especialidades parecidas. Pero como el estado ha dictaminado que hacer ese tipo de exclusión es discriminatorio, entonces el emprendimiento privado está forzado a hacer sus negocios según lo dictamina el sector público. No pensamos mal si pensamos que ese establecimiento está haciendo sus descuentos de otra forma.

Este ejemplo es uno de los muchos en nuestra vida diaria en los cuales el estado ha ido interviniendo para imponer un criterio “moralizante e igualitario” en situaciones privadas, pero que de alguna forma llevan a la confusión generalizada entre lo que es discriminación y lo que claramente no lo es.

Como en la opinión pública el prestigio de la igualdad es más “digerible”, la palabra discriminación fue adquiriendo en el tiempo una connotación negativa. Como ejemplo puede citarse la evolución de la palabra “discriminar” en el Diccionario de la Real Academia Española. Hasta su edición de 1956 la única definición que incluía era: “separar, distinguir, diferenciar una cosa de otra”. En la edición siguiente, la de 1970, se añadió: “Dar trato de inferioridad a una persona o colectividad por motivos raciales, religiosos, etc.”. Lo que antes sólo significaba diferenciar, separar, adquiere de este modo una connotación negativa, lo que refleja perfectamente una mentalidad igualitarista que considera toda diferencia, provenga de donde provenga, una flagrante injusticia. Aunque públicamente digamos que abrazamos la diversidad.

Y eso nos lleva a analizar esta discusión pública sobre el “matrimonio igualitario” y el concepto en discusión por detrás de lo que es la “familia original”.

Sobre los inicios de la civilización y en especial el origen de la familia y la propiedad, aunque con diferentes aproximaciones ideológicas y diversas conclusiones en sentido económico, tanto Engels, en su libro “El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado: a la luz de las investigaciones de Lewis H. Morgan” y Hans- Hermann Hoppe, Sobre El Origen de la Propiedad y la Familia, nos hacen un recuento científico, no religioso, sobre el origen de la familia.


Hoppe nos aproxima a algunas conclusiones que intuitivamente conocemos: “Pero la institución de la propiedad de la tierra en sí no afectó el otro lado del problema: la proliferación continuada de descendientes. Este aspecto del problema requería también una solución. Tenía que encontrarse una institución social que pusiera esta proliferación bajo control. La institución diseñada para lograr esta tarea fue la institución de la familia. ……Cualesquiera que hayan sido los detalles exactos, parece que la institución de una relación entre hombres y mujeres, estable y monogámica ‐ y también poligámica ‐ que hoy en día se asocia con el término familia, es bastante reciente en la historia de la humanidad y estuvo precedida de una institución que podría definirse, en términos amplios, como inter‐curso sexual “no restringido” o “no regulado” o como “matrimonio en grupo” (también conocido como “amor libre”). El comercio entre los sexos durante esta etapa de la historia humana no eliminaba la existencia de relaciones temporales, por parejas, entre un hombre y una mujer. Sin embargo, en principio consideraban a cada mujer un socio sexual potencial de cada hombre, y viceversa. En palabras de Friedrich Engels: Los “hombres vivían en poligamia y sus mujeres simultáneamente en poliandria, y consideraban a sus hijos como pertenecientes a todos. …. Cada mujer pertenecía a todo hombre y cada hombre a toda mujer.”…

“….El instinto, en virtud de la naturaleza biológica del hombre, lleva a cada mujer y a cada hombre a colocar sus genes en la siguiente generación de la especie. Mientras más descendientes tenga uno, mejor, porque más de sus propios genes sobrevivirán.

No hay duda, este instinto natural humano se podría controlar con deliberación y raciocinio. Pero si el sacrificio económico que había que hacer fuera ninguno, o poco, por simplemente seguir sus propios instintos animales, ya que los niños eran sostenidos por toda la sociedad, entonces sería poco, o no existiría, el incentivo de ejercitar algún freno moral, de emplear la razón en materia sexual.

Desde un punto de vista puramente económico, entonces, la solución al problema de la superpoblación debía ser de inmediato evidente. La propiedad de los niños, o más correctamente, el confiarlos al cuidado por encargo, tenía que ser privatizada. Más bien que considerar a los niños como posesión colectiva, o confiados al cuidado por encargo a la “sociedad”, o ver los nacimientos como un evento natural incontrolado o incontrolable y en tal caso considerar a los niños como posesión, o encargo, de nadie, los niños tenían que ser considerados como entes producidos privadamente y confiados al cuidado privado.

Más aún y finalmente: con la formación de familias monógamas o polígamas vino otra innovación decisiva. Anteriormente, los miembros de una tribu formaban un sólo domicilio unificado, y la división del trabajo intra‐tribal era esencialmente una división de trabajo al interior de tal domicilio. Con la formación de familias vino la separación de este domicilio unificado en varias moradas independientes y con ella también la formación de propiedades “separadas” – o privadas ‐ de la tierra.”…

En definitiva, el origen de la familia quizás no es coincidente totalmente con el criterio religioso que ha sido el imperante en nuestros países, sobre todo en aquellos donde la religión, la católica, ha sido parte siempre del estado, ya sea porque es el culto oficial a nivel constitucional o es sostenida económicamente con ciertas preferencias por los gobiernos por ser la mayoría poblacional perteneciente a ese culto.

Sean cuales fuesen las razones, un criterio privado como es el religioso, fue apropiado por el estado y esta institución es el matrimonio. Y aquí llegamos al problema, porque existen estas dos discusiones ya mencionadas, que hay que manejar separadamente, pero que al unirlas se producen esta serie de enfrentamientos propia de una sociedad tribal y no de una civilizada (en el sentido popperiano la frase).

Por un lado, regresando a las nociones de individualidad e igualdad ante la ley, el derecho es uno solo para todos los miembros de la comunidad y bajo el criterio que la discriminación no puede practicarse desde el ámbito público, dos personas que deseen unirse voluntariamente deberían poder hacerlo y el estado no tendría que opinar allí. El problema subyacente es la palabra matrimonio, que aunque discutible la etimología, quedó asociado al concepto judeo cristiano e indefectiblemente unido a la idea de familia como hombre y mujer unidos para tener descendencia. Pero si regresamos nuevamente a los antecedentes, incluso esta idea del concepto económico y de supervivencia, de agruparse como se prefiera o desee, porque el hombre es un ser social, sería perfectamente compatible con la palabra matrimonio. Incluso la idea de cuando éramos sociedades tribales y los niños eran parte del clan, es decir, de todos, y su evolución hacia hoy día de estas parejas o uniones de familias distintas, que internalizan los costos sociales de niños que también es posible que estén a cargo de la sociedad, agregándole otro elemento no sólo positivo, sino económico y de supervivencia.

Tratándose finalmente de derechos individuales, y abogando por el concepto de igualdad ante la ley, lo que cabe es hablar de matrimonio civil, no igualitario, porque este último concepto ingresa en la llamada discriminación positiva en el ámbito privado. Jamás en las relaciones privadas se podrá imponer a una parte de la sociedad que acepte lo que no quiere aceptar, y tampoco se debe obligarlos a aceptarlo, porque no se sienten iguales y claramente no lo son, y no puede apelarse a forzar una discriminación que todos tenemos derecho a ejercerla.

El matrimonio civil, si bien una institución cuasi religiosa, pero expedida por el estado, debe ser desprovista de toda connotación religiosa y bajo el principio de igualdad ante la ley, debe poder contemplar las uniones de dos personas, sean del sexo que sean. El estado y sus instituciones son res pública, todos tenemos el derecho a practicar los mismos rituales civiles que otorga el estado.

Por lo contrario, forzar en el ámbito privado a una sociedad o parte de ella, en sus relaciones privadas, que claramente no quiere aceptar la unión de dos personas del mismo sexo como matrimonio, es forzar la igualdad mediante la ley y ello es claramente inadmisible por los motivos razonados inicialmente. Los partidarios de la “familia tradicional” podrán seguir manteniendo sus vedas religiosas a quienes deseen participar de ellas y no comulguen con los preceptos cristianos; también pueden ejercer su derecho a exclusión en todos los ámbitos privados que deseen, por más aborrecibles que nos parezcan o sean sus argumentos, pero es su derecho individual de asociarse con sus pares. ¿Basados en prejuicios? Posiblemente. ¿Basados en la religión? Posiblemente. No importa las razones que motiven a un grupo religioso a manifestar sus prejuicios y reservarse para sí mismos los rituales religiosos que confieren a los que ellos consideren de su pertenencia.

Sólo una sociedad que discute derechos individuales y no es forzada mediante la ley es una sociedad pacífica y voluntaria. Sólo esta forma es la que nos lleva al progreso. La otra, como dijera Popper, nos lleva irremediablemente de regreso a la tribu.

About the author

Irene Gimenez

Irene Gimenez, analista internacional. Es abogada con maestría en economía y ciencias políticas. Su especialidad es el análisis económico del derecho. También tiene especializaciones en temas financieros, tecnología y globalización. Su preferencia hoy día es analizar el impacto de los desarrollos bajo tecnología Blockchain y el impacto que ello generará en las próximas décadas.

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