Los últimos acontecimientos han dejado en evidencia lo que desde el primer día muchos advertimos: no basta con gritar consignas libertarias para ser un verdadero liberal. El escándalo de la promoción presidencial de Javier Milei de la criptomoneda $LIBRA no es solo un episodio bochornoso en la política argentina; es una manifestación clara de la confusión conceptual que reina en ciertos sectores que se autoproclaman liberales.
Desde una perspectiva libertaria, el papel del gobierno es claro y limitado: garantizar la vida, la propiedad y la libertad de los individuos. Cualquier intromisión estatal fuera de estos principios fundamentales es, por definición, una violación de los derechos individuales. Por eso, cuando un presidente no solo interviene en la economía a través de la manipulación monetaria, sino que además promociona activamente negocios privados, es legítimo preguntarse: ¿cómo es posible que alguien que se dice liberal incurra en semejante desvío?
La respuesta es sencilla: Milei no es liberal. Su incapacidad para comprender la argumentación moral del liberalismo es lo que lo ha llevado a este punto. El liberalismo no es solo una teoría económica, ni una simple postura pragmática sobre el funcionamiento de los mercados. Es, antes que nada, una filosofía de vida basada en el principio de no agresión, en la responsabilidad individual y en la absoluta separación entre el poder político y los intereses particulares.
Cuando el presidente de un país usa su investidura para impulsar un activo financiero, está haciendo algo que ningún liberal auténtico podría justificar. No importa si lo hace por ignorancia o con intenciones deshonestas; en ambos casos, el error es imperdonable. La promoción estatal de un bien o servicio es, en esencia, una forma de intervención, ya que altera la percepción del riesgo y genera incentivos artificiales para la inversión. En este caso, las consecuencias fueron inmediatas: tras la promoción presidencial, la criptomoneda experimentó un alza abrupta seguida de un derrumbe, perjudicando a quienes confiaron en el mensaje de autoridad.
Este episodio también ha expuesto otro problema más profundo: el falso dilema entre pragmatismo y principios. Hay quienes creen que, en política, la pureza ideológica debe ceder ante la necesidad de tomar decisiones estratégicas. Sin embargo, cuando se renuncian los principios, lo que queda es una versión degradada de la misma corrupción que se pretende combatir. Un gobierno que promueve negocios privados está operando con la misma lógica intervencionista de aquellos a quienes critica.
La estafa y el fraude son moralmente inaceptables en cualquier sistema de pensamiento coherente. En el marco del liberalismo, además, representan un atentado contra la confianza y la libre asociación. El mercado solo puede funcionar en un entorno donde los intercambios sean voluntarios y basados en información transparente. Cuando un gobernante distorsiona ese proceso con su influencia, está incurriendo en una forma solapada de coacción, pues su autoridad genera expectativas que alteran el cálculo racional de los individuos.
Si el liberalismo es una filosofía de vida, entonces debe aplicarse con coherencia en todos los aspectos. Esto incluye la relación del gobernante con la economía y la inversión privada. Un presidente liberal nunca intervendría en el mercado, ni siquiera con una recomendación. Un presidente liberal tampoco manipularía la moneda, ni utilizaría el poder del Estado para influir en los proyectos de vida de otros.
Milei está enfrentando hoy una humillación que no es el resultado de un ataque externo, sino de sus propias contradicciones. Si hubiera sido verdaderamente liberal, jamás habría caído en este juego. No se trata de un error de cálculo político, sino de un fracaso moral. Y si hay algo que la historia ha demostrado, es que cuando se traicionan los principios en nombre de la conveniencia, la factura siempre llega.
El liberalismo no necesita mesías ni figuras providenciales. Necesita individuos dispuestos a defender sus ideas sin dobleces, sin atajos y sin justificaciones para el oportunismo. La lección que debemos aprender de este escándalo es simple pero fundamental: la libertad solo puede sostenerse sobre principios firmes. Cuando se los ignora, el resultado es siempre el mismo: decepción, fracaso y, en el peor de los casos, estafa.
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