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Palantir y el espejismo de la seguridad: una advertencia desde la frontera orwelliana

Palantir

Hay nombres de empresas que parecen concebidos en una novela de ciencia ficción. Palantir es uno de ellos. En la obra de Tolkien, los palantiri eran piedras de visión: artefactos que permitían ver cualquier rincón del mundo, pero siempre a riesgo de perder la voluntad frente a quien controlara el cristal.
En nuestra realidad, Palantir Technologies cumple un papel inquietantemente parecido.

Durante años, esta compañía se ha presentado como una constructora de “software para decisiones complejas”. No recopilan datos —dicen—, solo proporcionan la infraestructura para que otros lo hagan mejor. A simple vista, parece una promesa de eficiencia. Pero en el trasfondo, se perfila un cambio profundo en la relación entre ciudadanos, gobiernos y empresas tecnológicas: un desplazamiento silencioso hacia un modelo donde la vigilancia deja de ser excepcional y se convierte en arquitectura.

Cuando todos los datos conversan entre sí

Palantir se especializa en integrar información dispersa: bases de datos policiales, registros migratorios, historiales médicos, cuentas fiscales, patrones de consumo, contactos, ubicaciones. Lo que antes eran islas, su software lo convierte en un archipiélago perfectamente conectado.
Y cuando todos los datos “hablan”, lo hacen sobre nosotros.

El problema no es solo tecnológico. Es político, ético y, sobre todo, humano. La posibilidad de correlacionar cada movimiento, cada decisión, cada vulnerabilidad individual configura un poder que ningún Estado democrático debería delegar —y mucho menos sin supervisión transparente. Las herramientas que prometen revelar terroristas también pueden identificar manifestantes, periodistas incómodos o comunidades enteras consideradas “de riesgo” por algoritmos sin rostro.

Un sistema capaz de verlo todo no es neutral. Es una tentación.

El matrimonio peligroso entre gobiernos y corporaciones

Las asociaciones público-privadas que impulsan este tipo de tecnología han sido vendidas como alianzas pragmáticas: el Estado obtiene herramientas de última generación, la empresa obtiene contratos millonarios.
Pero ¿quién protege al ciudadano en medio de esa negociación?

Cuando un gobierno externaliza su capacidad de vigilancia a un actor privado, ocurre algo preocupante: la soberanía se terceriza. Los contratos son opacos, las auditorías escasas, el escrutinio público casi nulo. El poder se desplaza hacia quienes controlan la tecnología, no hacia quienes controlan el voto.

Las democracias modernas se construyen sobre equilibrios delicados: separación de poderes, transparencia, control judicial, prensa libre. La introducción de plataformas de análisis masivo de datos puede romper ese equilibrio sin ruido, sin violencia, sin que la ciudadanía siquiera note que se ha cruzado un umbral.

Porque la vigilancia del siglo XXI no grita. Apenas susurra.

El retrovisor orwelliano

En 1984, Orwell imaginó un mundo donde la vigilancia era total y explícita: cámaras, micrófonos, pantallas omnipresentes. Lo inquietante de nuestra época es que no hace falta esa teatralidad. Basta con que los datos se acumulen, se integren y se procesen bajo lógicas que nadie comprende del todo.

El Gran Hermano ya no necesita mirar: basta con que los sistemas predigan.

¿Quién decide qué es sospechoso? ¿Quién corrige los errores del algoritmo? ¿Quién garantiza que un perfil de riesgo no se convierta en sentencia antes del juicio? ¿Quién se responsabiliza cuando una vida es condicionada por datos mal interpretados?

La respuesta, demasiadas veces, es: nadie en particular.

La última línea de defensa

Quizá el mayor peligro no sea Palantir como empresa, sino nuestra complacencia colectiva: la aceptación pasiva de que la seguridad justifica cualquier intromisión, de que la eficiencia es más importante que la libertad, de que “si no tienes nada que ocultar, no tienes nada que temer”.

Ese es el primer paso hacia la erosión de derechos que costaron siglos de lucha.

La tecnología no es el enemigo. La opacidad sí. La ausencia de límites legales también.
La idea de que “el fin justifica los medios”, aplicada al manejo de datos, es una pendiente resbaladiza hacia un futuro donde la privacidad es un recuerdo.

Por eso es indispensable exigir transparencia total en los contratos, auditorías independientes, evaluación de impacto en derechos humanos y un debate público real sobre qué tipo de sociedad queremos construir.

El dilema no es técnico. Es moral.

Porque si permitimos que la infraestructura de vigilancia crezca sin control, llegará el día en que miremos atrás y descubramos que la línea entre democracia y distopía se cruzó sin que nos diéramos cuenta.

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