Adolf Hitler sufrió de problemas digestivos durante gran parte de su vida. Desde la infancia, padecía de calambres estomacales y flatulencias, especialmente en momentos de estrés. A medida que envejecía, estos síntomas se intensificaron y se alternaban con ataques de estreñimiento y diarrea.
Como dictador estresado, los agonizantes ataques digestivos ocurrían después de la mayoría de las comidas: Albert Speer recordó que el Führer, con el rostro desencajado, saltaba de la mesa y desaparecía en su habitación.
Para tratar estos problemas, Hitler intentó curarse por primera vez en 1929 leyendo manuales médicos y llegó a la conclusión de que una dieta principalmente vegetariana aliviaría su digestión y haría que sus pedos fueran menos ofensivos para el olfato. Además, Hitler se sometía regularmente a enemas de manzanilla y examinaba sus propias heces.
Después de que su sobrina (y presunto interés romántico) Geli Raubel se suicidara en 1931, Hitler decidió dejar de comer carne completamente. Cuando se le presentó un plato de jamón para el desayuno a la mañana siguiente, lo apartó murmurando: ‘Es como comerse un cadáver’. Desde entonces, su dieta principal consistió en grandes cantidades de verduras, crudas o trituradas en puré para bebés, y Hitler mostraba una predilección especial, según afirman los historiadores culinarios, por la avena con aceite de linaza, la coliflor, el requesón, las manzanas cocidas, los corazones de alcachofa y las puntas de espárragos en salsa blanca.
Curiosamente, esta dieta rica en fibra tuvo el efecto contrario al deseado en su digestión. Su médico privado, un charlatán incompetente que se hizo cargo de la atención médica de Hitler en 1937, el Dr. Theo Morell, anotó en su diario que después de que Hitler consumiera un plato típico de verduras, “el estreñimiento y la flatulencia colosal ocurrieron en una escala que rara vez había encontrado antes”. Aunque Morell era desagradable incluso para los estándares nazis dado que era demasiado gordo, sudoroso y tenía un mal aliento permanente, consiguió la confianza de Hitler al curarle un caso doloroso de eczema en las piernas y al proporcionarle alivio temporal para sus cólicos estomacales. A pesar de la irritación de otros médicos nazis, Hitler seguía ciegamente a Morell y procedió a tragarse cualquiera de sus consejos , sin importar cuán descabellados eran, durante los siguientes ocho años.
Los problemas estomacales de Hitler podrían haber influido en la conducción de la guerra debido a la influencia del Dr. Morell.
Para tratar las recurrentes flatulencias de Hitler, el Dr. Theo Morell, le daba un medicamento llamado “Las píldoras antigás del Dr. Köster”, que contenía grandes cantidades de estricnina. Hitler solía tomar hasta 16 de estas pequeñas píldoras negras al día. Los signos de envenenamiento por estricnina, como la piel amarillenta, los ojos verdosos y la falta de atención observados más tarde durante la guerra, son consistentes con el uso de este medicamento.
Otro ingrediente de las píldoras, la antropina, puede causar cambios de humor que van desde la euforia hasta la ira violenta. Aún más extraños fueron las inyecciones de anfetaminas que Morell le administraba a Hitler cada mañana antes del desayuno desde 1941, lo que podría haber agravado el comportamiento errático, la inflexibilidad, la paranoia y la indecisión que Hitler comenzó a mostrar con más frecuencia a medida que avanzaba la guerra.
Además, Hitler tomaba una gran cantidad de otros suplementos: vitaminas, testosterona, extractos de hígado, laxantes, sedantes, glucosa y opiáceos, todos destinados a aliviar sus dolencias reales o imaginarias. Después de la guerra, los oficiales de inteligencia de los Estados Unidos descubrieron que Morell estaba suministrando a Hitler con 28 medicamentos diferentes, incluyendo gotas para los ojos que contenían un 10% de cocaína (hasta 10 tratamientos al día), una mezcla de placenta humana y “píldoras de potencia” hechas con semen de testículos de toro.
A pesar de todos estos medicamentos, los diarios de Morell (que fueron recuperados de Alemania y se conservan en los Archivos Nacionales de Washington D.C.) indican que los episodios de “flatulencias agonizantes” seguían siendo frecuentes. Hitler, que era relativamente saludable cuando conoció a Morell, empeoró rápidamente al final de la guerra y se convirtió en un desastre físico. Sus brazos estaban tan llenos de marcas de inyecciones que incluso Eva Braun, normalmente introvertida, se quejó con su madre de que Morell era “el charlatán de las inyecciones”.
Cuando Hitler contrajo ictericia en 1944, tres médicos nazis intentaron despedir a Morell. Sin embargo, Hitler se mantuvo fiel, o probablemente adicto, a sus cócteles químicos y en su lugar despidió al trío de médicos, quedándose casi hasta el final al lado de su ya proveedor, el Dr.Morell.
Ahora que conocemos todo este pequeño y vergonzante asunto de las flatulencias, y que todo ese cóctel explosivo le era suministrado a diario causándole efectos secundarios graves, como excitación, confusión, alucinaciones y locura, ¿podemos aunque sea plantearnos la idea de que buena parte de la II guerra y el nazismo fue debido a los problemas digestivos que padecía Hitler y que le hacían echar muchos pedos?. Nada más alejado de nosotros que tratar de banalizar o exculpar a Hitler de su responsabilidad absoluta por los horrores padecidos en el siglo pasado, pero por las dudas y especialmente en estos días post fiestas decembrinas, vaya a su médico y elimine de inmediato cualquier incipiente problema estomacal . Y si de flatulencias se trata, ya sabemos que no nos hará mal soportar olores apestosos un rato.
Fuentes: Gordon, Bertram, “Fascism, the Neo-Right and Gastronomy: A Case in the Theory of the Social Engineering of Taste,” Proceedings of the Oxford Symposium on Food and Cookery (1987); Heston, Leonard and Renate, The Medical Casebook of Adolf Hitler: His Illnesses, Doctors and Drugs, (New York, 2000); Irving, David, The Secret Diaries of Hitler’s Doctor, (London, 1983); Waite, Robert G.L., The Psychopathic God: Adolf Hitler, New York, 1993.
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