En El Eternauta, la icónica historieta argentina escrita por Héctor Germán Oesterheld y dibujada por Francisco Solano López, ahora convertida en una exitosa serie en Netflix, un mensaje resuena con fuerza a lo largo de sus páginas: nadie se salva solo. Esta frase, repetida como un mantra a lo largo de la obra, es mucho más que un lema de resistencia colectiva ante una invasión alienígena. Es, también, una afirmación profundamente filosófica que, bien entendida, encaja de manera sorprendentemente coherente con la visión del liberalismo clásico de Adam Smith.
A menudo, cuando se menciona el liberalismo, se lo caricaturiza como un culto al individualismo egoísta y desconectado. Sin embargo, esta es una distorsión. El liberalismo de Adam Smith no es un proyecto de aislamiento, sino un sistema que reconoce profundamente la interdependencia humana, no sólo en términos económicos, sino también morales y sociales.
En La riqueza de las naciones, Smith describe cómo la cooperación entre individuos es el motor del bienestar general. El famoso pasaje en que afirma que no obtenemos nuestra cena de la benevolencia del carnicero, el panadero o el cervecero, sino de su interés propio, no es un canto a la codicia, como suele malinterpretarse, sino una observación sobre la estructura espontánea del orden social. Cada uno, al perseguir su propio interés dentro de un marco de normas compartidas, contribuye al bien común mediante un sistema de interdependencia voluntaria. En otras palabras, el mercado no es un espacio de competencia destructiva, sino de cooperación organizada.
Esta visión se complementa con su menos citada pero igualmente importante obra, La teoría de los sentimientos morales, donde Smith aborda la empatía, la compasión y la simpatía como elementos naturales de la conducta humana. Allí sostiene que los seres humanos no sólo interactúan por interés, sino que están naturalmente inclinados a preocuparse por los demás. Esta dimensión ética del liberalismo smithiano subraya que una sociedad libre debe nutrirse de lazos morales, no de la indiferencia.
Cuando El Eternauta afirma que “nadie se salva solo”, habla desde una experiencia radical: la supervivencia ante lo desconocido, lo incontrolable, lo descomunal. Pero lo que permite sobrevivir a sus protagonistas no es un Estado omnipresente que los rescate, sino la solidaridad espontánea entre vecinos, la organización en grupos, la ayuda mutua, la cooperación nacida desde abajo. Precisamente el tipo de organización que Adam Smith reconocía como esencial para una sociedad libre y próspera.
La clave está en no confundir solidaridad con coacción. El liberalismo clásico no rechaza lo colectivo: rechaza que lo colectivo sea impuesto. A lo largo de la historia, asociaciones voluntarias como cooperativas, mutuales, comunidades religiosas y organizaciones benéficas han demostrado que la cooperación puede florecer sin la intervención directa del Estado. Son ejemplos vivos de que lo común puede surgir libremente, desde la base, y no necesita ser dictado desde arriba.
El peligro aparece cuando la frase “nadie se salva solo” se convierte en excusa para expandir indefinidamente el poder del Estado. Entonces, el principio de ayuda mutua se convierte en un mandato, y la libertad individual corre el riesgo de ser sacrificada en nombre de una falsa solidaridad.
Así, El Eternauta y Adam Smith coinciden, desde caminos distintos, en una misma enseñanza: la salvación —en cualquier sentido de la palabra— no es un acto solitario, pero tampoco debe ser un mandato autoritario. Es fruto de la cooperación libre, voluntaria, nacida del reconocimiento de nuestra interdependencia. Nadie se salva solo, pero todos podemos salvarnos juntos, si lo elegimos.
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