Comienzo esta obra con un poema a la naturaleza – Hiato –. Esa naturaleza que está allí mismo. Que podemos entrar en ella con sólo dar unos pasos, aunque sólo sea en el jardín de nuestras casas, pero que tantas veces permanece remota, como si existiese en otro universo. Me preocupa ver como gran parte de nuestra gente joven se distancia cada vez más del mundo natural. Quizás vean programas magníficos en la TV, pero si los enfrenta una cucaracha salen espantados como si se tratase de un monstruo.
Hace un tiempo, en el interior, llegué a casa de una amistad quien me informó, con cierto orgullo, que habían finiquitado la vida a una temible víbora y me llevó a ver el cadáver. Se trataba de una enorme e inofensiva boa. También he leído en la prensa que una barrida entera se queja ante las autoridades de la existencia de lagartos en el río aledaño. O de los murciélagos que hay en un observatorio abandonado por los americanos. En el centro de la ciudad unos trabajadores mataran a una ardilla que habitaba en un corotú que estaba en el patio de una empresa. Amén de las aguas negras que corren por todas las cunetas y arroyos de la barriada donde vivo. ¿Por qué será que estamos tan desesperados de cometer suicidio colectivo? Somos como un cáncer que se come sus propias células. Incapaces de ver la belleza de ese mundo que nos rodea.
Desde joven aprendía a escuchar el canto de las aves y a reconocerles su trino. No puedo estar en un sitio sin que parte de mi atención esté sintonizada con cada trova y cada ruido que nos cuenta una historia o que quizás encierra una oda compuesta por los seres que despreciamos, pero que sin su presencia estaríamos todos condenados.
Hiato es un poema y también es un cuadro en plumilla. Describe un sitio “remotamente cercano” que desde niño pasaba por alto, aunque estaba justo allí; en la finca de mi abuelo George Francis Novey, fundador de la empresa que lleva su nombre. Era un arroyo, de esos que no llevan agua en la estación seca. Salía de un matorral en la falda de la montaña y pasaba por debajo de la vía que usábamos regularmente.
Un día, con mi rifle de balín, en persecución de una paloma, me interné en el matorral y a mi sorpresa, dentro del mismo se fue abriendo un panorama encantador, que me llamaba a seguir el fabuloso meandro del arroyo; ya olvidada la rabiblanca (patagioenas leucocephala).
Las riberas de cauce se erguían a cada lado, mientras que los árboles iban formando una bóveda verdina, como una catedral de la naturaleza. Corría poca cantidad de agua entre las piedras vestidas de musgo y por todos lados se escuchaba el canto de aves y ranas. El sitio se hacía oscuro excepto por los eventuales rayos de sol que lograban evadir el rameal arbóreo. Estos rayos iluminaban minúsculos parajes que, de hecho, formaban un espectacular escenario al ser iluminados por magistrales perseguidores solares. Seguí el meandro del arroyo hasta llegare a un sitio singular, el cual me detuvo y dejó estático como feligrés en un santuario y, pensé: “Este es un sitio de poder, que refleja en alguna medida la inmensidad de la misma Creación”.
Años más tarde llevé al arroyo a mi hermano y a Guillermo Saint Malo, quienes se detuvieron en el mismo sitio en dónde yo lo hice tiempo atrás y dónde había tomado una foto. Se quedaron estáticos en silencio, hasta que Guillermo dijo: “Este es un sitio de poder”. ¿Existirá tal cosa? Si consideras que un sitio sea capaz de despertar emociones que afectan sensiblemente nuestro espíritu, entonces no cabe duda que los hay y que habíamos descubierto uno, allí mismo, en sitio remotamente cercano. Tiempo más tarde también lleve a mi hija Jeanine, quien igualmente quedó encantada.
Nunca olvidé semejante paraje y años más tarde, cuando pintaba con plumilla, lo plasmé en papel. Me tomó medio año ese arte y cada vez que hoy lo veo en “estoico aposento” pienso que no tiene precio, pues, tan sólo en las horas vertidas en su creación es difícil medirlo. En fin, a continuación les dejo el poema del paraje del Valle de Antón, intitulado “Hiato”; es decir, una interrupción en el espacio y el tiempo, que es, precisamente, lo que describe el sitio descrito en el poema.
Hiato
El mundo está lleno de sitios olvidados por el afán humano
Recodos donde el tiempo se detiene
Fragmentos de naturaleza forjados al azar
O quizás fraguados en el caldero de los dioses
Parajes que hablan un idioma perdido
En los laberintos inimaginables de la evolución del cosmos
Estanques de la convulsión cortical
Donde algún accidente de la creación se detiene pensativo
Como si quisiera descifrar aquel enigma originador
Retorcido lecho del fugaz y burbujeante cristalino
Que juguetea entre vestimentas de musgo
Al compás de cantos entretejidos con helechos
Que solicitan la atención de los caprichosos haces estelares
Prófugos de la verdina catedral
Allí, en sitio remotamente cercano
Se humilla el espíritu sensible
Ante la jocunda cuita de errante naturaleza
Solo queda la muda elocuencia del estilo
Clamando en estoico aposento
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