Curiosamente, cuando las personas hablan de subsidios, en general le dan una connotación negativa y le atribuyen a ciertos sectores, los más bajos de la escala socio económico en general, los destinos de los mismos. Casi es unánime la opinión que son perjudiciales para el progreso del sector y son, según la consideración general, la causa de que la pobreza se perpetúe en ellos.
Sin embargo, cuando se habla de emprendedurismo, sobre todo el ligado al área tecnológica, parecería que los conceptos sostenidos en el primer caso, en el segundo se desdibujan y no sólo aparece la palabra “fomento” estatal como algo positivo, sino que es promovido positivamente por las mismas personas que antes criticaban el subsidio al agro, por ejemplo.
Esta incongruencia de posiciones, en muchos casos rayando la ética y la deshonestidad intelectual, perjudica mucho más de lo que inocentemente se piensa.
Veamos: el objeto de cualquier forma de subsidio es transferir dinero de unas personas a otras. Pero también tiene el efecto económico de hacer rentable producciones/emprendimientos, que de otra manera no podrían competir por recursos como capital, materias primas, know how, mano de obra, etc. No necesariamente implica dinero físico, puede ser cualquier ayuda estatal que está sufragada vía impuestos.
Esos recursos complementarios para cualquier producción tienen precio precisamente porque tienen otros usos rentables y, en ausencia de subsidios, los recursos se asignan indefectiblemente a aquellas producciones económicamente más eficientes, que realmente agregan valor. Se produce asimismo un efecto expulsión (crowding-out) al sacar recursos de la economía por vía impositiva, de forma que el sector privado ve reducidos sus ahorros para llevar a cabo sus propios proyectos de emprendimiento. En otras palabras, si la actividad es rentable, no necesita subsidios, y si no lo es, ¿por qué subsidiarla?.
Estrictamente, no se puede hablar de innovación en el caso de un marco institucional fuertemente intervenido, ya sea por regulaciones o por políticas públicas, pues la innovación es el resultado de un invento o mejora que ha superado la prueba del mercado. En las economías donde el peso del estado es grande, los productos y servicios, así como las tecnologías a emplear para producirlos, se imponen o fomentan desde arriba, generalmente a través de permisos o licencias; no se validan por los consumidores, destinatarios últimos de los productos, como sucede en el mercado.
El Silicon Valley comenzó en los años 50 con un modesto plan de Frederick Terman, el visionario decano de la Escuela de Ingeniería de Stanford, para crear un parque industrial en terrenos baldíos. Unas pocas empresas aceptaron la oferta, pero la zona lucía fea y no tenía grandes perspectivas. El crecimiento se disparó en los 70s con la invención de las computadoras personales de Apple y otros fabricantes y, luego, con la creación de la Internet y de la inmensa demanda por software. El Valle ahora emplea a millones de personas, altamente calificados y más de una tercera parte nacidos en el extranjero. Son atraídos por buenos empleos y acceso a las nuevas tecnologías.
El Valle está repleto de nuevas empresas como Facebook y otras que se han convertido en gigantes como Intel y Cisco. Gary Becker ha descrito este proceso maravillosamente: “ La reducción de obstáculos artificiales a la creación de nuevas empresas es algo muy diferente a los grandes programas de subsidios iniciados por Alemania y demás naciones desesperadas por dinamizar sus economías. Los subsidios producen los “arranques seguros” que prefieren los burócratas y no las nuevas empresas que exige el mercado. La increíble espontaneidad que se respira en el Silicon Valley no puede ser jamás reproducida dentro de un invernadero burocrático”.
Los subsidios son difíciles de erradicar porque desde una visión corta parecen esenciales. Si un consorcio de gobiernos europeos gasta US$ 10 mil millones para desarrollar el avión Airbus, es difícil ver como los demás países pueden competir sin ayuda oficial. Pero las cosas se ven muy diferentes si se analiza cuidadosamente. La aviación y la producción de trigo en otros países necesitan de subsidios estatales porque los inversionistas privados prefieren poner su dinero en otros negocios. Ejemplo de ello sería el rotundo fracaso del Concorde, una aventura estatal descartada por el sector privado de aviación y que le costó millones de dólares a los contribuyentes ingleses y franceses.
Sólo los gobiernos son lo suficientemente irresponsables como para aplicar impuestos a industrias exitosas para pasarle el dinero a sectores que no sobreviven por sí solos. Si lo hacemos, estaremos ayudando a un sector específico pero empobreciendo al resto del país. No debemos copiar los malos ejemplos de los gobiernos extranjeros invirtiendo dinero público en proyectos que inician “seguros”, sin el riesgo que es la característica clave de cualquier emprendimiento o empresa, que por cierto, es la misma cosa, pero parece que la semántica es importante a la hora de vender ideas. Empresa=mala, Emprendedor=cool.
El emprendedor por definición dada por el economista Richard Cantillon es «la persona que paga un cierto precio para revender un producto a un precio incierto, por ende tomando decisiones acerca de la obtención y el uso de recursos, y admitiendo consecuentemente el riesgo en el emprendimiento», complementando esta definición, Richard Eveling sostiene que “el emprendedor está alerta ante las oportunidades que se presentan en el mercado… Allí donde el emprendedor cree ver un desfase de precios entre los recursos y sus usos, se vislumbra y se puede explotar una oportunidad de negocio. En un entorno de incertidumbre, el emprendedor puede equivocarse en sus presunciones; si acierta, la implicación es que ha encontrado un mejor uso para el recurso hasta entonces infravalorado y el mercado le premia con beneficios que, como bien sabemos, tienen una vida efímera. Si falla, ha malgastado ese recurso y no le queda más que soportar las pérdidas de su fallida actuación ” y por último, para Schumpeter, la clave de este concepto es “la capacidad de transformar innovaciones desde un invento a un producto práctico, lo que implica un alto riesgo económico”.
¿Y qué debe suceder para que un emprendedor innove y arriesgue capital? No es que necesita que desde el estado se le brinde clases para fomentarle su espíritu emprendedor en charlas, reuniones cool con puestas en escena ad hoc para la ocasión. Lo que necesita el emprendedor real es poder desempeñarse en un marco institucional sólido, esto es, un estado que no lo asfixie con regulaciones que generan burocracia y corrupción, libertad económica que le permite identificar oportunidades y un sistema de justicia que le garantice la propiedad de sus frutos.
Pero como suele suceder, no se habla de estos temas porque no son cool y es mejor tener a los jóvenes anestesiados con burbujitas de colores, dependiendo del fomento estatal, y sus actos y fiestas pagados con impuestos del sector productivo real, el mismo que podría invertir en el emprendedor si tuviera una buena idea de negocios; pero es preferible mantenerlo en la superficie simplista discursiva y así perpetuar los puestos, salarios y sillones de entidades públicas. Pero hay que estar claros que el tal emprendedor ya dejó de serlo, porque es posible que no tenga un puesto de empleado público directo, pero tendrá una dependencia con la Autoridad que le “fomentó” su espíritu emprendedor.
La historia del Silicon Valley demuestra que mano de obra y fuentes de capital flexibles, pocos obstáculos oficiales y buenas universidades son de gran ayuda para el establecimiento de empresas, no el fomento de competitividad por parte del estado (subsidios, ayudas, programas, etc), no los clusters, no la actividad dirigida por los burócratas. El buen empresario emprendedor no necesita ayudas del sector público, sólo necesita que lo dejen hacer, que no lo ahoguen en impuestos y que lo dejen contratar y despedir sin trabas. O como le respondió Diógenes a Carlo Magno, que no le haga sombra.
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