Uno de los fenómenos poco comprendidos en la vida no sólo es lo difícil de entender lo simple, sino el que aún las cosas más básicas que uno da por aprendidas y sentadas siguen guardando aspectos fundamentales que no se descubren sino a través del tiempo y de nuestro nivel de experiencia e insistencia con la cual regresamos a revisar que uno más uno es igual a 2. Tal es el caso del licenciamiento en general. Y para ilustrar me valgo de una pregunta: ¿Cuál es el propósito de una licencia?: sea esta de conducir, de tener o portar armas, para el expendio de alimentos o para hacer una manicure y mucho más. Pregunte a un amigo a ver si sabe.
Al investigar el tema de la perniciosa práctica del licenciamiento prostituido, me encuentro con otros colegas del pensamiento crítico que han deambulado por estos laberintos. Uno de ellos, mi tocayo John Hood (nada que ver con Robin), dijo en 1992 que “cuando el gobierno establece los estándares de calidad, dichos estándares están, más que nada, dictados por las presiones políticas”; aunque yo no diría “políticas” sino politiqueras o hasta rastreras.
Ello me trae a mente, una vez más, el caso de nuestra llamada “Autoridad Marítima” que visitó un día a los clubes náuticos para exigir que quienes conducían embarcaciones de placer tenían que tener licencia para dicho placer. Y, para obtener la licencia tenían que pasar un curso dictado en dos noches. La primera noche un iluminado funcionario se pasó un par de horas explicando las razones del hundimiento del Titanic. Ya ni recuerdo la “clase” de la segunda noche. Lo que sí recuerdo es que el “curso” costó $400.
O el caso del gas especial para asesinar a las polillas y comejenes en los muebles, que no se vende sin receta y la receta cuesta $500.
También están las licencias de los doctores, abogados y, en Panamá, hasta las estilistas; que, en el caso de los EE.UU. llegan a más de 1,000 clases de licencias. Como ya señalé, si le preguntas a 100 personas acerca de la razón del licenciamiento, no sería raro que el 99% las ignore. Por ejemplo, cuando pregunto por el propósito del cupo para taxis, la respuesta típica va más o menos así: “Es un ardid para la coima de cocotudos”.
Pero más allá de todo lo señalado existe otra razón que subyace al licenciamiento, que es la fiscal, lo cual es deleznable; ya que las licencias jamás deben tener un cometido fiscal dado que ello contradice el propósito fundamental que supone el licenciamiento.
Pero lo absurdo del licenciamiento no parece tener límites. Está el caso de Illinois en los EE.UU., en dónde los requerimientos para lograr una licencia de plomero maestro eran superiores a quienes aplicaban a una de cirujano. O en Oregón, en dónde se aumentaron de 1,500 horas de entrenamiento a 2,500 para obtener una licencia de cosmetología. Y así podemos seguir con más y más ejemplos que elevan la estupidez a grado de sublimemente inverosímil.
Hay estudios que demuestran que la calidad y seguridad se ven mermadas por el licenciamiento prostituido. Luego, a causa de la elevación de los precios en servicios, los consumidores se ven forzados a buscar a personal no idóneo o se electrocutan intentando hacer de electricistas. Y, como siempre, a fin de cuentas, los más afectados son los menos pudientes.
Es de suponer que la licencia es un instrumento de la seguridad y la calidad; lo cual, a su vez, supone que los ciudadanos no podemos cuidarnos por cuenta propia. Desafortunadamente poco recapacitamos en que se trata de un esfuerzo compartido o una delegación parcial y no total.
Curiosamente, en la España histórica se requería licencia para tener y portar cuchillos. Y había que diferenciar entre un cuchillo de mantequilla, uno de carne o vegetales y uno diseñado para matar humanos. Supongo que igual podríamos exigir que todo boxeador profesional debía tener y portar licencia para deambular por las calles con sus puños.
A ver qué hacemos en un futuro muy próximo cuando portemos anteojos capaces de disparar rayos invisibles… ¿necesitaremos licencia para andar con lentes?
Add Comment